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De lutos y velorios

Federico Sabalette
Federico Sabalette
3 Minutos de lectura

Practica ya desaparecida por parte de la sociedad era el uso del luto.

Cuando el fallecido era él más allegado, se usaba un brazalete negro en el sector izquierdo de la anatomía para marcar la mala nueva. Una cinta del mismo color a la altura del bolsillo de camisa o solapa de saco, solía diferenciar el grado de parentesco, ya se tratara de cónyuge, hijos, abuelos o tíos.

Estas y otras tradiciones formaron parte de la idiosincrasia de los argentinos y por ende de los dolorenses, en épocas no muy lejanas.

Los relatos de mayores refieren que era norma participar de los velorios con la presencia en masa de toda la «prole» familiar, incluyendo a los más pequeños. Se llevaban a cabo en las casas particulares, donde se levantaba una capilla ardiente en el lugar habitualmente utilizado como sala de estar o comedor; buscando siempre ambientes amplios.

La vigilia era matizada con la ingesta de alguna infusión que pasaba de mano en mano, permaneciendo en silencio por largo rato, interrumpido solo por ayes de dolor presagiando la llegada de algún conocido o familiar.

Párrafo aparte merece la recordación de esos habitantes enigmáticos y lúgubres, conchabados para cumplir una particular tarea, llorar y rezar. Las lloronas y rezadoras era profesionales en lo suyo.

Una peculiaridad de época muestra que solía prenderse del llamador de la entrada principal de la vivienda un crespón negro, anunciando el luto de la familia, como también se lo hacía tapando los ventanales del lado interior con telas del mismo color, no permitiendo el paso de la luz vaya a saber con qué extraño significado.

Lentamente comenzaban a llegar los deudos con un «ramito» en la mano, la mayoría de las veces casero, con flores del jardín, entregando además la tarjeta de participación en nombre de toda la familia.

El riguroso negro comenzaba a cambiar por el gris luego de un tiempo no menor al año. Recuerdo haber prolongado por largo periodo silencio musical, ya que los preceptos de entonces no permitían escuchar.

Habitualmente el velorio del difunto en su domicilio se prolongaba hasta el día siguiente, momento en el cual partía el cortejo fúnebre hacia la necrópolis.

Las empresas ofrecían servicio de carruajes con 3 o 4 caballos, que incluía además el traslado «a pulso», escoltados en ambos lados de la calle por diligentes hombres de negro de la funeraria.

Otra costumbre caída en olvido, era la de incluir en las notas sociales de los diarios los asistentes a los velorios.

Finalmente digamos que a fines del siglo XIX cuando moría un angelito (un nene), el cortejo era acompañado por una banda de música, la cual como ritual ponía marco de recogimiento al trayecto.

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