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Las Opiniones

Federico Sabalette
Federico Sabalette
6 Minutos de lectura

Por el Dr. Héctor Ulises Napolitano

 

Opinar es una de las costumbres más habituales y arraigadas que tenemos, y que no dejamos de hacerlo aun no conociendo bien el tema o asunto o estando en duda, incluso sobre lo que decimos al expresarlas.

En ciertas personas es una manera de demostrar estar presentes en una conversación y que se las atienda y escuchen. Se le llama “opinólogo” a aquel que opina de cualquier tema y en la mayoría de los casos sin saber.

El término está mal empleado, pues al agregarle “logo” que significa conocimiento, constituye una contradicción, porque precisamente se procura calificar a quien opina de todo sin conocer. Lo adecuado, aunque no existe en el diccionario, y constituya un neologismo que se me ocurre en este momento, es decirle “opinero” que suena más a peyorativo.

Es común decir ¡opinar, opina cualquiera!, cuando un problema a resolver requiere saber u opinar con fundamento y sentido práctico para encontrarle una solución.

Otra parecida ¡para opinar somos como mandados a hacer!, en los casos en que se opina solamente para o por decir algo.

Argentina es un país donde sobreabundan los que opinan de medicina sin ser médicos, y de abogacía sin ser abogados, y de todo sin ser nada competentes en el tema.

En fútbol, por ejemplo, son directores técnicos, donde cada uno forma un equipo distinto a su gusto y antojo, y cuestiona al que realmente lo es por no haber puesto un determinado jugador o haber hecho algún cambio. Ello no solo se da a nivel individual, sino que a veces suele instalarse como opinión pública, influyendo en casos el periodismo para que sea así.

El ejemplo, entre otros, es el de Scaloni que fue criticado y hasta minimizado por su capacidad de director técnico, sacando luego a la selección argentina campeona del mundo.

Los opineros u opinadores, como yo les llamo, generalmente no aciertan casi nunca en sus juicios y pronósticos.

Otros personajes que aparecen opinando donde nadie les pide que den su opinión, son los entrometidos.

Los que se entrometen dando su opinión me recuerdan al cuento donde alguien concurre a un velatorio sin conocer al muerto, y al expresar ¡no somos nada!, uno de los deudos le preguntó ¿quién es usted?.

Están los que opinan sobre la vida íntima de los demás, siempre marcando algún desliz o defecto. Son los desvergonzados o los que aparentan ser moralistas cuando en sus vidas abundan los pecados por conflictos, discordias y desavenencias familiares y afectivas o conductas reprobables (infidelidades, obscenas relaciones, cuestionada reputación).

Esta clase de personas se cuidan mucho de opinar sobre sí mismas y cuando lo hacen ocultan todo lo malo que tienen, y hasta se suelen elogiar siendo motivo de burla o pasando desapercibidos por su total intrascendencia.

Es rarísimo a alguien encontrar que dé una opinión de su persona de manera autocrítica. Quien lo hace, además de sincero, resulta un marciano pues la mayoría, por no decir casi todos, opinan de los demás o de alguna cuestión que no los involucra.

A veces el opinar es una forma autodefensiva de ocultar nuestras miserias, advirtiéndolas en los otros (ver la paja en el ojo ajeno y no la viga en el propio).

Se dice que hay opiniones para todos los gustos, cosa que es cierta, pues la opinión es el juicio más subjetivo que hay, por lo que suele ser arbitrario y caprichoso en el concepto, consideración y argumentación con que se manifiesta. A veces infundadas y sin poder demostrar lo que se afirma.

Las opiniones maliciosas hay que tomarlas como de quien vienen, pero sin dejar de evitar que el río suene, porque a veces murmuradores y crédulos se suelen prender de ellas, ya que lo malo tiene más eco que las cosas buenas.

Si las opiniones son por el solo hecho de polemizar, cabe el refrán popular de que “a las palabras se las lleva el viento”, siempre que no generen enemistad, a lo que agrego “teniendo el mismo peso del aire en el cual se van para morir en el más absoluto silencio”.

Mi opinión sobre las opiniones, valga la redundancia, “es que sólo escucho la de los que saben y tienen buenas intenciones y que con la gracia de Dios y tranquilidad de conciencia, la opinión que mal puedan tener de mí los demás no me interesa”.

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