Desde su lejano exilio en tierras germanas, un acordeonista tuyusense me pregunta cómo está todo en el pueblo. ¡Qué pregunta paisano! A esta altura es más fácil cebarme un mate con las patas… Aún no le respondí, me he quedado medio mudo, con una mezcla de tristeza y temor, pero sobre todo me siento dentro de un gran guiso sancochado de confusión. Yo que no tengo mucha ciencia de política y sin embargo tengo el derecho ciudadano a votar, no me siento representado por nadie y eso provoca desesperanza.
A ver, le voy a batir la justa: el pueblo sigue viviendo en un feudalismo, faltan carretas tiradas por bueyes nomás para sentirme del todo en el siglo dieciseis. Gente vendiendo su voto por dos mangos, empleados municipales siendo amenazados y obligados a desfilar, el patrón manejando la estancia. La democracia no existe. Pero bueno, también le tengo que decir que la oposición no es muy inteligente tampoco, sino ya lo habrían bajado… Alguno que otro zafa, no le voy a mentir, son honestos y tienen buenas intenciones. Pero el sistema ya está corrompido, viejo amigo. Ya lo dijo el viejísimo Cambalache que no pierde vigencia: El que no llora no mama y el que no afana es un gil.
Así que como estoy perdiendo la fe en la humanidad, que está más cerca de apretar el botón rojo que de terminar con la pobreza, le contestaré a mi compañero que a esta altura prefiero a los aliens. El gobierno yanqui admitió hace unas semanas que ya han tenido contacto con razas extraterrestres (dijeron “biología no humana” para suavizar la cuestión) y dieron a entender que ya andan entre nosotros. Larreta, el fascista perdedor, es un clarísimo ejemplo. Así que a mi querido compañero acordeonista tuyusero le diré que la cosa no anda bien, y que prefiero que bajen los bichos inteligentes de una vez por todas, o si ya están acá que aparezcan y den la cara, y nos propongan un nuevo sistema social o nos dominen de una vez por todas. Total, de alguna manera, ya estamos todos medio dominados… y capaz hasta les enseñamos a cebar mate y hacer un cordero a la estaca.
Cristóbal Gamarra