Por el Dr. Héctor Ulises Napolitano
Nuestro sistema democrático es representativo (artículos 1° y 22 de la Constitución Nacional. Ello quiere decir que el pueblo a través del sufragio elige a quienes los van a representar y gobernar. Eso hace a la representación, que no es otra cosa que conferir poder y otorgar mandato.
La representación da legitimidad de origen, es decir ocupar un cargo público electivo por el voto popular.
La representatividad, en cambio, refiere al consenso que tienen quienes gobiernan de parte del pueblo mientras ejercen el poder y aun cuando procuran volver a ejercerlo por reelección. Es decir, es la aprobación mayoritaria hacia medidas de gobierno tomadas, lo que se denomina en política legitimidad de gestión.
Lo que falta muchas veces es esta última, cuando los gobiernos defraudan al electorado.
En Argentina dicho cuestionamiento es lo que ha predominado en 40 años de democracia, salvo en ocasionales reelecciones como la de Menem y Cristina Fernández, más por mantener el estatus quo frente a la falta de mejores propuestas alternativas de la oposición.
Es decir, que ha prevalecido el descontento con interregnos de inercias conformistas por ausencia de opciones que hayan cautivado al electorado para cambiar.
Esta crisis de disconformidad se ha hecho cada vez mayor, ya que el pueblo argentino en su mayoría no ha tenido las respuestas que esperaban, aún de los que les prometieron modificar el estado de situación, que lejos de tener en el pasado algún viso de atenuación se ha venido agravando de manera casi incontrolable, especialmente en cuanto a los índices de inflación y de pobreza. Unida a la incertidumbre de lo que pueda ocurrir por falta de previsibilidad política como económica.
En ese contexto, el descontento social está enfocado en la ineficacia en el hacer y en la inoperancia en el no hacer del poder, y no en el legítimo ejercicio del mismo, es decir en la actuación de la clase política dirigente y no en la democracia, como forma de gobierno, ya que las encuestas de opinión arrojan un alto índice de cuestionamiento a los políticos y a la inversa, una casi total aprobación al sistema democrático.
Lo que implica que no está en crisis el sistema representativo de gobierno, sino la representatividad de los gobernantes. El cuestionamiento no es institucional, pero sí hacia quienes lo representan en el ejercicio de sus cargos y funciones (presidentes, legisladores, magistrados).
Los que estando obligados a votar no concurren a los comicios, no es porque están en contra del sufragio ni carezcan de conciencia sobre la importancia que tiene, sino para demostrar con tal actitud un disconformismo a los políticos, lo mismo el que concurre para votar en blanco, cosa que estadísticamente ha crecido mucho en este país en las últimas elecciones, y que la dirigencia política parece hasta el momento no detenerse a hacer una lectura de ello, obviando así no tomar muy en serio como debería del por qué ello se produce, ya que el interés del electorado hace a la mayor o menor legitimidad que tenga el gobierno que resulte electo.
No es lo mismo asumir con un 25 o un 30% que con más de un 40 o un 50%, como tampoco con un porcentaje menor entre un 70 a un 80% de concurrencia a las urnas.
Respecto al cuestionamiento cívico de la representatividad política y gubernamental, escuché decir al conocido politólogo y asesor de candidatos, Durán Barba, que hoy la crisis en tal sentido es mundial, a punto tal de señalar con cierto humor pero también con seriedad y hasta con preocupación que “el mundo en la actualidad se ha vuelto ingobernable”, porque una gran parte de los pueblos ya no creen ni se sienten representados por sus gobiernos.
En mi opinión, creo que en este país y en varios al menos de Sudamérica la representatividad política está en crisis por las siguientes causas: La primera y fundamental que los gobiernos se suceden sin dar respuestas a problemas socio-económicos como la desigual distribución del ingreso que genera concentración de riqueza por un lado, acumulando más a la que tiene, y una mayoría con bajos salarios, en varios casos trabajo informal, y en situación de pauperización, descenso social, con crecimiento también de la indigencia.
La segunda que el poder es percibido y considerado por el común de la gente como sinónimo de privilegios, enriquecimientos, corrupción e impunidad, que no pasa por una presunción o sospecha sino por hechos verosímiles y demostrables. La tercera por la ambición desmedida de la dirigencia política que responde a intereses personales, y que además exterioriza ostentación y falta total de austeridad, en contraste a las carencias económicas de la mayoría de la población que le cuesta o no le alcanza para satisfacer sus necesidades básicas.
Ante tal situación es lógico y justificado que exista insatisfacción, disconformidad y descreimiento generalizado, que constituye caldo de cultivo para la aparición disruptiva de falsos mesías que proponen milagros salvadores, y que aparentando ser distintos a los ya conocidos cautivan a una buena parte del electorado, especialmente joven. Pudiendo significar su elección y acceso al poder un salto al vacío por lo impredecible de sus proposiciones, o igual que los anteriores y en algunos casos peores.