Por el Dr. Héctor Ulises Napolitano
Cambiar significa varias cosas, según sea de que se trate el cambio.
A veces aparentamos cambiar para no cambiar u ocultar un vicio o defecto que antes era manifiesto, por ejemplo, hacer cosas que nos perjudican a escondidas.
Otras cambiamos no para mejor sino para peor, que un refrán popular lo sintetiza diciendo “salir de guatemala y meterse en guatepeor”. Se da en los divorcios y separaciones de parejas cuando se formaliza otra que ocasiona más problemas y conflictos que la anterior.
Están quienes se cierran en sí mismos y manifiestan que no van a cambiar y otros que dicen lo mismo, pero argumentando que no lo necesitan, porque entienden que su manera de ser o de actuar es la adecuada.
Es tan difícil tomar la decisión de cambiar, que en varios casos se acepta el mal carácter, actitudes y proceder pero no hay ánimo de cambiarlo, aunque interiormente esa impotencia de hacerlo cause dolor y padecimiento espiritual, lo que puede llevar a una depresión psíquica.
La vida es cambiante, por lo que nos exige a cambiar forzosamente, al tener que adaptarnos a nuevas circunstancias, a veces no deseadas. Allí no juega nuestra decisión sino las contingencias y avatares. Por ejemplo, el quedar solo después de vivir en compañía o tener que emigrar por razones laborales y de subsistencia a otro país con una cultura totalmente diferente a la que se aprendió y se tiene.
Lo que hace que cueste decidirse a cambiar, es poner en dudas la adaptación al cambio, mucho más cuando se trata de hábitos y costumbres arraigadas.
El cambiar de vestimenta es un hábito y una necesidad, pero el cambiar de una manera de ser determinada es algo tan complejo como los complejos mismos que se tienen y son difíciles de superar. De allí que tanta gente recurra a los psicólogos.
Otro gran problema para cambiar o producir cambios en las personas, son las manías, cuando están incorporadas a la personalidad. En tal sentido, es más factible que un ciego pueda llegar a ver, que un mitómano se convierta en veraz y sincero.
Las personas cambian de calles, autos, viviendas, ciudades, planes, pero pocas de hábitos, costumbres, carácter y modos de ser.
Los cambios en la personalidad dependen de la edad y madurez alcanzada. En la adolescencia es muy difícil, en cambio en la adultez es casi obligado en algunos aspectos, especialmente que hacen a la forma de vida (buscar trabajo, estudiar, capacitarse, formar una familia, independizarse).
El enfrentarse a la realidad es lo que obliga a cambiar en el modo de pensar y actuar.
No obstante, en los políticos, que son quienes deben mejor interpretar la realidad, muchas veces en sus pensamientos y decisiones suelen estar divorciados de ella, lo que habla también de lo difícil que es cambiar de ideas preconcebidas que llevan a la obstinación, que es una de las enemigas de todo cambio que resulta necesario y oportuno.
Existe también, además de la resistencia al cambio, el temor a hacerlo por miedo a la incertidumbre, por ejemplo, dudar ante la posibilidad de dar un paso en falso.
En tal sentido, el peor cambio es el que se hace precipitadamente, y el mejor el que se piensa de manera consciente, evaluando previamente los pros y las contras.
Los cambios en lo individual deben ser meditados y en lo colectivo consensuados.
Algunas reflexiones que se me ocurren.
“Cuando nos proponemos cambiar en nuestro fuero íntimo, notamos también que el mundo que nos rodea ha cambiado, porque lo miramos y pensamos distinto y con otro sentido”.
“Si para cambiar hay que elegir una opción, que la decisión carezca en lo posible de incertidumbres y dudas y que no se tome a tientas de lo que eventualmente pueda llegar a ocurrir”.
“Lo único que no es susceptible de cambio es el tiempo, porque no podemos detenerlo ni modificarlo. Al contrario, cuando se trata del climático, él nos hace temer con sus cambios”.