Por el Dr. Héctor Ulises Napolitano
La democracia argentina al menos, no sé en el resto de los países, aunque sospecho que algo parecido puede ocurrir, no dista de lo que sucedía con las monarquías antiguas y de la edad media, donde la clase gobernante gozaba de privilegios excepcionales y abusivos con respecto al conjunto de la sociedad que los sostenía con sus magros ingresos y pagando gravosos impuestos.
Opulencia, lujos y exenciones impositivas contrastaban con escasez, pobreza y cargas onerosas.
Nada de ello cambió la Revolución Francesa al dar comienzo a la Era Contemporánea, pues la pretendida igualdad por ella pregonada extinguía algunos privilegios, pero no los políticos que hasta hoy goza la clase gobernante, aún en sistemas democráticos como el nuestro.
Ni hablar de las rancias y anacrónicas monarquías que por simple simbolismo histórico conservan algunos países, donde los reyes viven como reyes, aunque haya crisis económicas y sociales en los mismos.
Siempre “Juan Pueblo” con sus carencias y necesidades insatisfechas paga la fiesta de los privilegiados que ejercen el poder, y que por ese hecho gozan de prerrogativas que so pretexto de una dedicación exclusiva y de mayor responsabilidad por el desempeño de altos cargos públicos tienen, y en mi opinión resultan injustas, porque no se ajustan en absoluto al principio constitucional de igualdad ante la ley, que es lo mismo que decir ley pareja para todos.
En tal sentido y en verdad existe en Argentina una casta política privilegiada. Teniéndose por “casta” en este caso no a los grupos que integran de manera estratificada una sociedad como la hindú, ya que la sociedad de castas es propia de la India, sino un grupo cerrado que tiene sus reglas que se diferencian de las que tienen el resto, por la potestad de establecerlas para sí y para los demás.
Dicho sea de paso, el término casta en referencia a la dirigencia política no es un invento reciente de Milei, sino que con igual connotación lo empleó mucho antes José Ingenieros en su libro “El Hombre Mediocre”.
Salvo excepciones que las hay de quienes hacen política por vocación, una gran parte de los que comienzan a incursionar en ella conllevan como intención no tanto la de lograr una visibilización y trascendencia pública, sino el de gozar de los privilegios que tienen al incorporarse a esa suerte de corporación (inmunidades, exenciones, franquicias, disponer de fondos y empleos, jubilarse con prerrogativas preferenciales al resto de los empleados y obreros).
El ejercer el poder político no solo constituye un privilegio por lograrlo, sino desde el punto de vista económico comodidad y una seguridad muy beneficiosa para el futuro y al momento del cese, pues redunda en jubilaciones especiales.
Me decía en una oportunidad un argentino que vivía en Australia, que en dicho país ocurre lo mismo que acá, en cuanto a la atracción que tiene el ingresar a la política como medio para adquirir ventajas, influencias y cambios respecto al estatus social y económico (por ejemplo, profesionales que pasan a hacer política), con la diferencia que ese país no existe la impunidad en materia de corrupción que hay en éste.
En realidad el gasto político tiene poca incidencia presupuestaria en general, tanto en el ámbito nacional como provincial y municipal, pero por sus privilegios irritan a la mayoría de los ciudadanos comunes que lejos de gozar de tales beneficios , además de pagarlos con los impuestos que tributan, poseen magros ingresos en salarios y jubilaciones que no les alcanzan para satisfacer sus necesidades básicas y primarias (alimentarse, vestirse, asistirse en la salud, educarse, alquilar una vivienda, etc.).
El ciudadano común tiene obligadamente que salir a trabajar todos los días para ganar su sustento, y en ciudades grandes gastar mucho en transporte. Sin embargo, el político que accede a un cargo público posee la ventaja especial por serlo de estar eximido en muchos casos de tales erogaciones (impuestos a las patentes, combustible suministrado gratuitamente por el Estado, pasajes oficiales y vehículo puesto a su disposición con choferes contratados a tal efecto, etc.).
También el de poder dar empleo a cierta cantidad de personal a sus órdenes con sueldos importantes, generalmente de modo prebendario.
En el caso de los legisladores es patético, pues durante un año suelen tener esporádicas sesiones y a veces ninguna, cobrando siempre sus dietas, mientras que un ciudadano común si falta un día a su trabajo se lo descuentan del salario y pierde el presentismo.
Lo más irritante es el tema de las jubilaciones. La mínima y por debajo del nivel de pobreza para quienes trabajaron y aportaron casi la mitad de su vida, y de privilegio por el corto tiempo trabajado y aportado para quienes ejercen cargos políticos con montos de altos a muy elevados.
Mi reflexión al respecto “los privilegios en general en este país están abolidos, salvo para quienes desempeñan cargos políticos, que incluye también a otro poder público del Estado que suele a veces por temor reverencial a emitir sobre él algún juicio crítico pasar en este tema inadvertido”.
Y si establecemos un justo orden de prioridades ¿no están primero los docentes que a todos nos educaron y aún educan?… dejo para Ud. la respuesta a esta pregunta.