Lo primero que sucedió fue la invitación. Que mi compadre tiene muchos parientes, que ellos organizan algo así como un festival y que eso sucede en el medio de las montañas, cerquita del cielo. Entonces marcamos nuestro destino: por primera vez voy, y Chatito por fin vuelve, al pueblo llamado Nazareno, provincia de Salta, donde nació su tata.
Salimos en una trafic desde La Quiaca, ya que el camino por Humahuaca, que es más corto, dicen está malo. El camino inicial consiste en una puna ondeante, con la infinitud de arbustos pequeños que dan al paisaje un verde un poco clarito, un poco opaco. Muchos ranchos de adobe a medio construir o a medio derrumbar, dependiendo su destino; pircas corajudas, ovejas ya señaladas y otras prolijas casas de adobe o ladrillo, ninguna pegada a la otra. De repente un arbolito, flora misteriosa en esta inmensidad sin sombra, y el camino de tierra sube y baja delicadamente en línea casi recta; si fuera sólo por el camino, podría ser alguno de mi región o la de cualquier otra persona, pero su falsa banquina de piedras, el verde del arbusto que no supera el metro y las montañas lejanas nos ofrece una puna genuina, sin carteles publicitarios y con aisladas vicuñas, indiferentes a nuestro paso.
Debemos estar subiendo, porque las reflexiones se evaporan rápido, y me adormezco. Despierto en lo alto de este pedazo de puna, ¿estamos cerca de dios? Tiene que existir y esto tiene que ser su paraíso virgen, su edén rocoso, uno de sus sueños inadvertidos por quienes no nos animamos a ver más allá.
Al despabilarnos todos tras un descanso en el camino las señoras detrás nuestro vuelven a conversar en quechua y aymara, ellas tienen su propia coca y nosotros la que compramos en Villazón, la sabrosa «taqui». El sorbo de singani la humedece y hasta es frotado por el cuello para mitigar el aire que se me ha entrado. Las curvas, las llamas y las vicuñas siguen apareciendo, y subimos, subimos… Hasta que llegamos al punto más alto e imponente: Cerro Fundición, 5.050 metros. Jamás estuve tan cerca de las estrellas. ¿Deberíamos estar sufriendo sorojchi? Porque estamos chala, observándolo todo. Y desde ahí bajamos, curva tras curva formando una interminable zeta, bordeando peñas no aptas para gente con vértigo, y en este punto decir que uno se siente maravillado no es suficiente ni tampoco ninguna otra palabra del castellano porque aparece Nazareno allá abajito, en el valle más lindo que vi en mi vida, recordando cual emoción aleatoria la gratitud que sentí en las alturas entre Tupiza y Uyuni.
Los cóndores vuelan sobre nosotros, los vemos girar en círculos, el norte ya no será el mismo desde hoy. En Nazareno las nubes acarician el sendero y me despreocupo en buscar mejores calificativos porque no sirve, tendría que hablar sobre la vida de los caminos hechos a pico y pala y la muerte del barranco traicionero, las historias de los lugareños, el agradecimiento mutuo y la sensación del buen destino a metros de la incertidumbre.
Pero todavía falta para conocer el lugar donde se desarrollaría la fiesta. Porque a la madrugada siguiente, casi sin dormir, salimos en camioneta y tras media hora de viaje llegamos a Cuesta Azul, donde ya no pasan los vehículos grandes, tan sólo las motos con suficiente cilindrada.
Y en la oscuridad de la noche cerrada el tío Juanchi dio la orden de andar, cargando su diversión y baquía. La niebla ocultándolo todo, el río queriendo bramar y nuestros acullicos bien armados para soportar las casi tres horas de caminata por el sinuoso camino de montaña, con algunos descansos mediante. Para cuando llegamos ya había aclarado y tras una bajadita casi sin marcar se nos presentó el santuario rural, el fortín La Tranquera del paraje Río Blanco.
No tuvimos casi tiempo de descansar. Porque luego del mate cocido con bollo todo se fue dando con vertiginoso entusiasmo y nosotros, que íbamos en
condición de músicos para tocar en algún eventual momento, terminamos siendo «Los payadores», describiendo y animando todo lo que se nos iba presentando: el inicial guiso de mote, la marcada de burros y mulas, la pialada, la doma de toros y la invitación a probar el cordero a la estaca. Cuando quise darme cuenta ya estaba improvisando versos en octosílabas o como sea que se dice cuando uno rima en el campo, mi primera vez como payador, mis nuevos compadres encantados y yo con el pecho inflado de orgullo, sin poder explicarle a nadie el significado de la milonga y los versos camperos para nosotros los bonaerenses, mejor dicho, la gente surera. ¿Cómo se lo contaré a don González, cuando agarre camino a Salomón y pase a saludarlo?
Y la verdad es que no sé cómo hizo la milonga para viajar tantos kilómetros y enamorar a esta paisanada que vive tan lejos de nuestros pueblos y tan cerquita del cielo, donde sobrevuelan los cóndores buscando crías indefensas en fantástica aparición, pero allí estábamos, y cerraba los ojos arpegiando en Mi mayor y me sentía en Dolores, y los abría y la distancia me daba un cachetazo.
La jornada pasó rápida como pasan los días felices, tomando vino dulce tarijeño y cantando chacareras, cuecas y coplas. Apareció el acordeón del tío Toloncho, un changuito y «su violín chaqueño», y los bombos retumbaron en las cuestas con el conjunto Inti Yacu.
Antes del anochecer se despidieron los fortines invitados, los de El Relincho, El Fogón y los venidos de Poscaya, 12 km al norte de Nazareno. Se oscureció el fortín y las sombras bailaron cumbias, huayños y otros ritmos del altiplano. Podría decirse que nadie escapaba a los encantos del alcohol, ni el primo Micky ni el tío Rodo, ni el señor Tolaba ni su nieto, ambos de Nazareno; ni tampoco Lazarito quien ensilló de balde a su chúcara mula, pensando irse temprano. Claro que no faltaron las peleas entre machados ni el cancionero balbuceado frente al fogón, cuando los parlantes callaron y el tizón resistió hasta el amanecer, como resiste toda esta gente habitante del cielo.
Al día siguiente retomamos el camino y sujetamos las riendas de la vida, esa misma vida que perdió mi tío Juan luego de una inesperada lucha, y con su recuerdo la tarde se enlutó entre las nubes, jurando que al estar tan alto, podría haberlo visto pasar y darle un último saludo. Pero Juan no pasó, y en vez de llorar decidí guitarrear, despidiéndome de esa gente valiente como lo hubiera hecho con él, con una sonrisa de sobremesa y un vaso de vino en la mano.
Juan Pablo Flores