** Continuación de la entrevista publicada ayer.
En la publicación anterior, el Cnel. Esteban Vilgré Lamadrid relataba cómo en abril de 1982 fue incorporado al Regimiento de Infantería Mecanizada 6 de Mercedes, y decía: “Nos dijeron que posiblemente íbamos a ir a cubrir un sector de la frontera, pues Chile se había movilizado. No solo no se había declarado neutral, sino que se había movilizado. Salimos en avión un 12 de abril, bajamos en Río Gallegos, todo oscuro, obviamente. Y ahí, en un avión más chico, fuimos a algún lugar que era todo secreto, supuestamente en la cordillera. Veníamos todos sentados en el piso del avión. De repente, veo que por las ventanillas se veían unas luces. Me paro, miro por la ventanilla y veo una avenida, parecía un lago, agua muy calma y luces de toda la ciudad, farolas de calle. ¿Qué ciudad tenemos tan al sur?, me pregunté. Aterriza el avión, abren la escalerilla y el piloto dice que para él ha sido un honor traer a Malvinas a los soldados que iban a defender la patria. “Bienvenidos al aeropuerto de Puerto Stanley” dijo. Ahí me salió la emoción a borbotones, no lo podía creer, estaba en Malvinas. Era mi sueño, estaba en el lugar donde quería cumplirlo.
Esto me pasó muchas veces. Por eso siempre le digo a la gente que esté atenta a las causalidades. Las causalidades a veces vienen en forma negativa, que puede parecer lo contrario a lo que uno quiere lograr. Y Dios tiene caminos que uno no conoce; por ahí te quedaste o te rendiste porque no entendiste que el secreto estaba en seguir.
Sí, bueno, se me había cumplido el sueño. Yo, el 13 de abril a la madrugada, ya estaba en Malvinas.”
- – ¿Su compañía estuvo siempre destinada en ese mismo lugar?
No. Primero estuvimos unos días en un viejo búnker de la Segunda Guerra Mundial, pegado a la bahía y muy cerca del aeropuerto -el que hoy se conoce como el aeropuerto viejo-. Después nos trasladaron a unas posiciones frente al mar, donde debíamos enfrentar un posible desembarco de los ingleses.
Más adelante, a mi compañía la eligieron como reserva aerotransportada: era una compañía capaz de movilizarse en helicóptero a cualquier lugar donde se necesitara un refuerzo. Nos mandaron a Moody Brook, donde estaba el viejo cuartel de los infantes de marina británicos, al final de la bahía de Puerto Argentino, entre los montes Wireless Ridge y Tumbledown.
Ahí hicimos entrenamiento, lo que me permitió conocer a mis soldados. Un día se produce el conflicto en las Georgias y nos informan que vamos a cubrir un lugar que protege la avenida de aproximación a la ciudad: el Monte Dos Hermanas. Esa fue mi última posición. Ahí, con mi Sección, estuvimos en el primer combate la noche del 11 al 12 de junio del ’82, frente al Comando 45 de Infantes de Marina británicos.
El 12 de junio nos replegamos, cruzamos el valle y fuimos a Tumbledown, donde participé del penúltimo movimiento de la guerra: el contraataque en el callejón que tiene la cumbre del monte. Y luego vino el último desplazamiento, cuando nos replegamos y abrimos fuego sobre Wireless Ridge para permitir que los argentinos que estaban del otro lado de la bahía pudieran retirarse.
- – ¿Cómo fue moverse en esas tierras tan agrestes?
La verdad es que nosotros nos enamoramos de ese suelo. Aprendimos, por sobre todo, a sentirlo nuestro. Era nuestro reino, nuestro feudo.
- – ¿Los momentos vividos en la guerra vuelven en los sueños?, ¿la mente busca revivirlos?
Los flashbacks los tuve únicamente cuando volví de la guerra. Dormía más cómodo debajo de la cama que arriba, pero me daba vergüenza. La cama me daba mucho calor, era demasiado blanda. Entonces, cuando nadie me veía, agarraba la almohada y me metía debajo de la cama. Dormía profundamente, como con ese estado de alerta que tiene la psiquis del soldado en combate.
Tenía flashbacks mientras dormía: explosiones, disparos, los caídos… me despertaba, seguía durmiendo. Si sentía pasos, me levantaba rápido y subía a la cama, después me volvía a meter abajo. Eso me duró un par de semanas. Los flashbacks también. Pero sueños relacionados con la guerra, no. No tuve, nunca.
Sí tengo, obviamente, detonantes que me traen recuerdos: olores, colores, paisajes, sonidos… eso sí tengo mucho y muy seguido. Malvinas es algo muy fuerte, y te marca muy fuerte.
- – En momentos de pleno combate o ante el avance de los ingleses, ¿cómo era la relación con sus soldados?
Yo creo que la relación tiene que ver con la personalidad de uno. Siempre digo que tengo la suerte de haber nacido en Dolores. Fui a la guerra con todos soldados paisanos de la provincia de Buenos Aires: de Navarro, Lobos, Areco, Chivilcoy, Suipacha… pueblos muy, muy dolorenses. Los pueblos de la provincia son parecidos; las personalidades, casi iguales.
Muchos de mis soldados eran peones rurales. Todos compartíamos esa personalidad gaucha, que a mí me permitió acercarme a ellos, que me conocieran y yo conocerlos rápido. No importaban los apellidos: eran como la gente que yo conocía en Dolores, de alguna manera.
Y además, sumé algo: traté de tener siempre transparencia en el trato. No me gusta mentir ni ocultarme. Creo en la transparencia. Que la gente te conozca tal cual sos, siendo Jefe de Infantería, para que tus subalternos te quieran incluso conociendo tus defectos.
Un soldado de infantería quiere transparencia. Por eso hablaba de las personalidades. Yo siempre fui muy paisano, muy campechano, muy de que vos hagas las cosas convencido y no porque te lo ordenan. Porque cuando hacés algo convencido, lo hacés con el corazón. No por cumplir una orden, sino porque sentís que tenés que hacerlo.
- – ¿Cómo se los transmite al subordinado?
Siempre trabajé mucho en el convencimiento. Por eso la infantería es mi arma. Con esa transparencia y con la inocencia que te da la juventud, logré que ellos me conocieran y me quisieran, incluso que se divirtieran con muchas cosas de mi personalidad.
Tengo algo: difícilmente transmito mis angustias o preocupaciones con mis actitudes o palabras. Entonces, ellos me veían tranquilo, bromeando, pero también muy responsable. Si recibía una encomienda, la repartía con todos. Si me daban cigarrillos, los repartía entre los 47 que integraban la compañía, incluso con los que no fumaban, para que los cambiaran por algo de su ración. Pequeños detalles de justicia.
Cada uno pone su personalidad. Creo que la mía se adaptaba a la infantería. Y además, me dio muy buenos resultados en combate y en operaciones. Eso se trabaja antes del combate. Lo que tenés que lograr es que, aun en la soledad, sepas que tu jefe está. Aunque no lo veas. Y vos, como jefe, aunque no los veas, sabés que tus soldados están. Porque lo que empuja es el corazón, no el miedo al jefe.
- – ¿Cómo es estar en combate?
Horroroso. Te acostumbras a dormir, comer, bromear en medio del horror y de las explosiones. Te acostumbras a no caminar erguido, sino gateando. Estás en medio del infierno, y sabés que te van a llamar para contraatacar.
- – ¿No todos los jefes en Malvinas se comportaron bien, qué sucedió con ellos?
Obviamente, hubo jefes malos. Como hay padres malos, maestros malos, curas malos, rabinos malos. Hay padres abusadores, curas abusadores, rabinos abusadores.
En Malvinas hubo jefes malos, sí. Pero también hubo muchísimos jefes buenos. También hubo soldados malos, pero la gran mayoría fueron buenos. Es parte del ser humano.
Los jefes son tantos como personalidades existen. Por eso el secreto está en encontrar la propia personalidad y no simular, no tratar de ser lo que uno no es. Esa transparencia es la que hace que te respeten. Eso pasa hasta con nuestros hijos.
Y a los que dicen ser jefes militares, siempre les digo lo mismo: “Vos pensá si a tu hijo le darías esa orden. Si no se la darías, no la des”.
- – ¿Cómo se sintieron cuando conocieron de la rendición?
Uf… La mayoría sintió alivio, pero también un enorme dolor, porque el sacrificio fue muy grande. Yo recuerdo la rendición como algo muy traumático. La verdad, no daba más, estaba agotado, pero no concebía volver sin honor, sin haberlo dado todo. Posiblemente eso era morir en combate.
Tenía esa carga de no poder mirar a mi papá a la cara si no había hecho lo que tenía que hacer, lo que yo sentía que él pensaba que debía hacer. Papá, en realidad, solo quería que volviera vivo. Pero en casa se hablaba mucho del honor, de la patria, de la bandera. Yo sentía que, para papá, su hijo debía defender la patria, y eso era volver con la frente alta… o volver en un cajón.
Sí, estaba muy cansado, y esa última noche di lo que me quedaba. Ya no me quedaba más.
- – ¿Cómo fue esa última noche?
Después de ese enorme combate, y de escuchar los gritos de mis heridos, replegamos con apenas el 10% de los soldados con los que había llegado al combate. Estábamos entrando a Puerto Argentino. Había tenido mis últimos dos muertos, y de repente se produjo un silencio que lastimaba los oídos. Empecé a sentir el sonido del viento, de las gaviotas, del aire… porque el aire, con las explosiones, se mueve.
Realmente me sentí un perdedor. Lo primero que pensé fue cómo iba a mirar a papá a la cara. Miraba el monte, que todavía humeaba. Sabía que había soldados míos heridos, que había muertos, tal vez prisioneros. Fui con 46, volví con 12. ¿Dónde estaban los demás?
Sentí una gran desilusión, una tristeza enorme, y una vergüenza tremenda. Todo ese día seguí con esa sensación espantosa de derrota. Me alejé de mis soldados durante el ingreso a Puerto Argentino. No quería mirar a nadie. Tenía mucha vergüenza.
Esa noche, cuando estuvimos prisioneros -la primera vez que dormíamos bajo techo-, me senté en la parte más sombría del galpón, lejos de mis soldados, que seguramente me necesitaban. Cada tanto entraba un oficial y leía la lista de los soldados que faltaban. Eran todos de mi Sección. Eso me daba aún más vergüenza.
Entendía que venía del combate contra el grueso del ataque inglés, pero me sentía un inútil. Sentía que al único que se le habían muerto soldados era a mí. Así que no hablaba con nadie.
En un momento veo que se acerca un grupo de soldados míos. Pensé: me vienen a pegar, están enojados conmigo. De repente, uno me dice que me pare. Ahí me doy cuenta de que tenía muy hinchados los tobillos, las rodillas; me costaba mucho levantarme. Cuando me puse de pie, me abrazaron. Me dijeron: «Feliz cumpleaños, mi subteniente».
Fue el primer momento en que me permití llorar. Me permití pedirles perdón. Y ellos eran los que consolaban a su jefe, diciéndole que estaban contentos de haber peleado conmigo.
- – ¿Esa sensación de fracaso o culpa cómo la superó?
Fue espantosa. Pero esa fue mi primera sensación, y después se convirtió en mi motor.
A partir de ahí decidí que, si alguna vez había otra guerra, los que murieran por la patria fueran los del otro lado, no los míos. Para eso, yo debía tener la mejor Sección, la mejor Compañía, el mejor curso. Siempre quise que los míos fueran los mejores.
Ese 14 de junio fue una sensación de derrota. El alto el fuego fue lo peor que me pasó en la vida. Una mochila muy pesada para cargar.
La guerra es un fenómeno particular donde conocés lo peor del ser humano, pero también lo mejor. La guerra tiene códigos de conducta muy marcados, si sos un profesional. Suena muy loco, ¿no? Pero vos sabés que el tipo que te tiró para matarte y te dejó herido posiblemente sea el primero en correr para salvarte la vida. Y hasta puede dar su propia sangre para que vos te salves.
Y es literal. Yo lo he visto, lo he vivido. Mis soldados heridos fueron atendidos por soldados británicos de infantería. Y cuando hubo evacuación en helicóptero en el lugar de reunión de heridos, se los evacuaba por gravedad, no por bandera.
- – ¿Qué sucedió cuando regresaron al continente?
Cuando volvimos, nos sacaron nuestras armas, nos sacaron el uniforme que nos identificaba. Llegamos como perdedores. Nos quitaron todo eso y nos mandaron a casa. Nos devolvieron a una sociedad que tiene reglas muy distintas a las de la guerra.
Entonces, muchas veces, el soldado extraña la guerra. Pero no extraña el horror, extraña esa sensación de reglas claras. Las reglas del soldado no son las de la selva. Es increíble, pero es así.
- – ¿Usted, en particular, qué hizo desde entonces?
Los primeros años fueron muy duros. Trabajé mucho en la salud mental de los veteranos, como forma de devolverle a mis soldados lo que dieron, para ayudarlos a espantar los fantasmas de la guerra. Y puedo afirmar, sin ninguna duda -porque lo dicen los que saben- que la posguerra fue peor que la guerra. Sin duda.
- – Continuó en el Ejercito y terminó su carrera como coronel…
Postergué mi retiro 14 años. Me quedé sirviendo en el Ejército solamente para devolverle a mi Nación el honor que me dio de ser soldado y luchar por su bandera. Trabajé en legislación para veteranos y en atención médica y psicológica para ellos.
Puedo decir con orgullo que un veterano argentino tiene más derechos que cualquier veterano de cualquier país del mundo: en cuanto a pensión, en cuanto a salud mental, y en muchas otras áreas.
Me retiré, aunque parezca mentira, el anteaño pasado. Fui el coronel más viejo del Ejército durante el año 2023. Luego acepté un cargo como subdirector de Malvinas en el Senado de la Nación, para trabajar en legislación, formación del personal del Senado y asesoramiento a ambas cámaras en temas vinculados a Malvinas.
Después, alguien me ofreció ser director del Museo Nacional de Malvinas e Islas del Atlántico Sur, que está en la ex ESMA. Es un museo bellísimo, uno de los más modernos de la Argentina. Ambos cargos fueron ad honorem.
Mi objetivo con ese Museo es que todo padre que entre con su hijo salga orgulloso, él y su hijo. Orgullosos de esa historia de soberanía de nuestro país, que no solo escribieron los gobernantes, sino también nuestros soldados, dejando su sangre y sus huesos en los arenales, en las montañas, en los pantanos y desiertos patagónicos. Que salgan orgullosos de la bandera.
Ahí está el secreto del futuro de la Argentina: que nos vuelvan a enseñar —como me enseñaban el Bertoni, o como enseñaban en el Nacional, el Normal, la Fruticultura, el Industrial— a ser buenas personas, buenos ciudadanos. A proteger y conocer nuestra historia sin pasiones ni egoísmo.
Por eso siempre digo: los soldados de Malvinas no somos ejemplo de nada. Pero, en un momento de nuestra vida, hicimos algo extraordinario.
- – ¿Algo que desee decir como cierre de la entrevista?
Como siempre digo: soy soldado. Moriré soldado. Yo sirvo a la Nación, en el lugar que la Nación me elija.